Unos años después, durante el encierro, volvimos a los negativos: no sólo nosotros habíamos cambiado, ahora teníamos un registro de cómo la ciudad había ido mutando. Entonces se volvió una tarea consciente: queríamos apresar esos lugares antes de su cambio, traducir la decadencia, entender nuestra propia compulsión, esa que siempre nos arrastraba inevitablemente a observar el polvo y las escaleras de caracol.
Cuando nos mudamos a Nueva York en 2022, empezamos a ver esa ciudad a la distancia: se volvió una especie de mito suspendido entre dos tiempos, un bloque de hielo derritiéndose sin nunca llegar a desaparecer. Estos lugares están vistos desde ese punto en que los lugares se vuelven sólo ideas constantes y desordenadas, meciéndose invariablemente en la memoria.